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Francisco Velarde y de La Mora


El Burro de Oro

Mitica figura de la época de mediados del convulsivo siglo XIX, quien fue víctima de tantos y tantos embustes e intrigas más probablemente ocasionadas por la envidia a su inmensa riqueza y poderío que por su supuesta vida de Don Juan.

Su historia se remonta al nacer a comiensos del siglo XIX, primogénito de Don JOSÉ CRISPÍN DE VELARDE, notable abogado y prominente miembro del Real Consulado y de la Diputación Provincial de 1813, y de Doña JOSEFA DE LA MORA y TORRES, linajuda señora hija a su vez del importante hacendado JUAN JOSÉ DE LA MORA Y PALMA, parientes carcanos de la prominente y rica familia de los VILLAR - VILLAMIL.  Doña Josefa por si misma dueña de las más importantes y enormes propiedades y haciendas en la zona comprendida entre La Barca, Jalisco y Zamora, Michoacán, así como parte del Lago de Chapala, mismas que en su momento heredó nuestro personaje FRANCISCO VELARDE, debido a que sus dos únicas hermanas abrazaran a temprana edad la vida conventual en el Convento de Santa María de Gracia.

Cuenta la historia de Tlaquepaque que Don Francisco implantó la misa de 12 para mostrarse entre las ricas familias Tlaquepaquenses en elegantes carruajes y gran escolta que siempre le acompañaban a misa de San Pedro ornamentadamente vestido a usansa de la época del General Santana.   Su tren de vida era tan refinado que pudera confundirse como ostentoso, así su casa-palacio en la capital tapatía es aún una de las muestras más notables de la arquitectura neoclásica, y ocupa la esquina de las calles de avenida Hidalgo y Pino Suárez, convertida actualmente en una oficina pública.  Su finca ubicada en la calle principal de Tlaquepaque ocupa hoy el Museo de la Cerámica, estaba exquisitamente amueblada al lujo y estilo europeo.


El Burro de Oro



Ahí en "La Moreña" alguien se propuso a hacer un libro de estampas que enseñara a las generaciones posteriores como era aquel mundo en que vivieron los que conocieron la grandeza de La Barca. Ese alguien fue uno de sus dueños: Don Francisco "El Burro de Oro..." es decir: don Francisco Velarde, personaje legendario a quien se le cuelgan miles de extravagancias y esplendores y de quien se dice que su escolta admiró al mismo Maximiliano cuando éste vino a San Miguel de Allende a recibir honores y a donde fuera el señor de La Barca a otorgarle su adhesión.

Le llamaban "Burro de Oro" porque tenia doblones a manos llenas. Se cuenta de él, que usaba tacones de oro, que tenía cincuenta mujeres a quienes sacaba a pasear vestidas con trajes iguales, usando botines con áureas botonaduras y todas en tordillos exactamente iguales para que no hubiera discordias. Era muy buen mozo, muy apuesto, odiaba la indolencia, se hacía obedecer ciegamente hasta en las cosas absurdas, tenía una cicatriz en la nuca que le impedía voltear hacia la derecha, era dueño de todo el plan de La Barca, sus dominios se extendían desde las carabinas de Zamora hasta inmediaciones de Guadalajara y cosa rara, se cuenta que don Francisco Velarde "Burro de Oro" ni sabía escribir.

Fue él quien implantó la misa de doce y cada semana se presentaba a ella con todo su estado mayor al cual acababa de pasar revista, y ¡ay del incauto que llevara el uniforme manchado, descosido o faltándole un botón siquiera! Para eso les pagaba espléndidamente don Francisco Velarde y les daba abundante provisión de jabón.

Había una persona exclusivamente dedicada a curarle todos los días la herida que llevaba en la nuca y que diariamente rellenaba con torzal de gasa, y un día en que ésta llegó un poco tarde a cumplir su obligación, la recibió dándole puntapiés en todo el cuerpo y hasta en la cara, pero como la viera después humillada, y paso el primer arrebato de ira, le arrojo varias bolsas con monedas de oro, ¡Extremada crueldad que debió haberle valido el odio de todo el pueblo y que hace inexplicable la veneración que todos le tenían¡ Tal vez esa crueldad fue perdonada debido a los muchos beneficios que por otra parte prodigiaba y al despilfarro de que hacía gala para con sus servidores, pues no explicaba de otra manera la honda devoción que había por don Francisco "Burro de Oro" en el corazón de cuantos lo conocieron.

Decían que era el brazo derecho de Maximiliano; a quien pasaba una fuerte suma para sostener su ejército. A la caída del Imperio cayo también don Francisco Velarde "Burro de Oro," siendo fusilado en Zamora ignominiosamente. Sus últimas palabras, conmovedoras y plenas de nobleza, fueron las de un gran hombre y de un héroe. Antes de caer prisionero había recomendado a sus servidores que cuando supieran su muerte próxima, tomaran cada quien cuanto pudiera y lo conservara como un recuerdo suyo. Así lo hicieron algunos en medio de lágrimas y sobresalto cuando supieron la nefasta noticia pero, sin embargo muchos objetos de su propiedad cayeron en manos de sus enemigos.

Y no queremos citar el nombre de don Francisco Velarde, sin citar una mujer que hizo celebre el suyo junto al de él. Se llamaba Benigna.... nadie conocía su apellido, pero la apodaban la Virgen por la exquisita belleza de Madona que poseía su rostro. Alta era la mujer, esbelta y fina como una virgencita, sus ojos garzos, alargados en forma de almendras y llenos de dulzura y suavidad, delicado perfil y bien moldeados los labios rojos, finas las manos que accionaban en principescos ademanes. Era bonita como una imagen de la virgen y así la llamaron, pero había algo que rompía con el encanto que ejercía sobre las gentes que la tomaban por criatura sobrenatural: Benigna la virgen, cuando caminaba por la calle, sujetaba con su mano izquierda los pliegues de su falda levantándola como tres dedos por encima de su tobillo (lo cual en aquellos tiempos era gravísimo desacato) y ¡lo que era peor! Mascaba chicle.

Museo de la Ciudad La Moreña



Este palacete, conocido por los habitantes de la ciudad como "La Moreña", fue residencia de Don Francisco Velarde y de La Mora, y una vez adquirido en propiedad por el Gobierno del Estado y el Ayuntamiento de La Barca el año de 1966, se emprendió magnífica reconstrucción por personal de la Secretaría de Obras Públicas, así como restaurados sus murales por técnicos especializados del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

La palaciega mansión, mandada edificada a fines de la primera mitad del siglo pasado, es única en el país, pues nos representa en las paredes de sus cuartos, corredores del patio principal, grandes paneles de atractivas y extraordinarias pinturas debidas al pincel del señor Gerardo Suárez.
Y esto viene al caso al referirme a las que son indudablemente, las mejores pinturas murales de la pasada centuria, superiores en temática y aún en técnica a la obra del mismo Ximeno; más emocionantes y cálidas que las pinturas de Clavé y de Cordero. Estos murales se encuentran en la casa del "Burro de Oro" de La Barca, Jalisco. Ya que ningún tratado del arte en México consigna el nombre de su autor, Gerardo Suárez, corresponde a la conciencia intelectual del Siglo-XX el consagrarlo, del mismo modo que lo ha hecho con los de José María Estrada y Hermenegildo Bustos.

Todos los muros de los iluminados corredores que limitan el patio principal, están cubiertos por la obra de Suárez, donde se desarrollan una serie de escenas, plenas de su sabor, un ambiente y un carácter profundo y mexicano romanticismo.

A todo aquel que conozca el arte de México en sus diferentes facetas, aunque no sea profundamente, estas pinturas le recordarán asuntos ya tratados por el arte del siglo XIX. Las escenas identificadas con las litografías de Catastro tienen como principales personajes a las gentes del pueblo mexicano y como escenario de las calles embalsadas de la ciudad o los senderos polvorientos del campo. En un clásico horror al naturalismo estricto, Suárez huye de los rostros viejos y arrugados que aparecen en las litografías para darles gracia en las facciones y expresión en los ojos, cuyas miradas, sobre todo en las mujeres, están casi dirigidas al espectador.

Siempre hay un toque de originalidad en los murales del maestro de Jalisco. En el caso de los bailadores de Jarabe transforma el interior de una fonda, que en la litografía aparece con sus muros cubiertos con profusión de trazos, de estampas y de cruces, en un exterior de clara atmósfera, en donde se agita el follaje luminoso de los arbustos.

En La Fuente del Salto del Agua, la mujer, que en el dibujo litográfico regresa entre los aguadores, con su cántaro lleno y el rostro semioculto por el rebozo, muestra en el mural sus sonrientes labios y sus ojos brillantes, cumpliendo con los deseos extra artísticos del litógrafo Linati que se quejaba amargamente de "los eternos tápalos, espesas mantillas y pañuelos que ocultaban los halagüeños semblantes de las señoras mexicanas." Y en el preciso conjunto de vendedores frente al Palacio Nacional, formando por el peluquero cargado con sus ventrudos pellejos, el mantequero que lleva su enorme cono de blanca grasa en la cabeza y dos elegantes señoras, llega a introducir, en primer término, la deliciosa figura de un niño jugando con su perro en el suelo.

Hay un mural, digno casi del pincel de Rivera, del cual no he encontrado aun el antecedente gráfico, aunque sin duda existe. Se trata de un cilíndrelo, de claros cabellos y raro atuendo, rodeando del pueblo pobre de la capital entre el que, una delicada pareja de catrines, se detiene para darle una limosna a un ciego arrodillado junto a su perro famélico y el cilíndrelo da vueltas incesantes a la manivela de su instrumento, levantando, con su música el ánimo del nevero y el cargador, del frutero y el gendarme, del ranchero y el "lépero".

Con dos pinturas más, Suárez termina su testimonio artístico de la sociedad mexicana del siglo XIX. En una de las cuatro elegantísimas damas y dos caballeros, que por los definidos rasgos de su rostro parecen ser retratos, pasean en una trajinera por el lago de Xochimilco, acompañándose por un lánguido guitarrista y conducidos por cuatro remeros indígenas. La belleza de las criollas, acentuada por finos peinados y ampulosos vestidos, luce en todo esplendor causando el embeleso de uno de sus compañeros que, en su figura, en su vestimenta y en su actitud, sintetiza el concepto del romanticismo de la segunda mitad del siglo.

La otra pintura representa el juego del columpio, en medio de la arboleda. Haciendo a un lado las figuras estupendas del joven que tira del columpio y de esas hermosas mujeres "vírgenes rebeldes y sumisas" que esperan su turno para mecerse, de la doncella que se balancea aislada, única, seria suficiente para consagrar a Gerardo Suárez como uno de los mejores artistas en la historia de la pintura mexicana. La delicadeza del rostro, la forma de su cuerpo y el tratamiento de las telas del complicado vestido que por efecto del aire deja adivinar, con un toque fino su sensualismo, la línea firme y armoniosa de las piernas (evidenciando por qué este pasatiempo era la delicia de nuestros bisabuelos) sólo pudieron salir de una mano segura, de un espíritu poético y del talento de un pintor de gran categoría.

Así, pues, el turista, estudiante, investigador o curioso, tomando su derecha, paso a paso puede ver estas escenas plasmadas en los murales por el gran artista: Paseo a Xochimilco, Bailadores de Jarabe, La Procesión, Día de Campo Aristocrático, Indios del Sudeste, Los Infantes, La Vendimia, Esquina del Banco Nacional de México y El Salto del Agua.

Su ¨Palacio¨ de Tlaquepaque se puede visitar de martes a domingo y una de sus carretas está en exibición en el Museo Nacional de la Cerámica Pantaleón Panduro miestras que su autoretrato se puede admirar en el museo regional de Guadalajara.  Su Guía Certificado por SECTUR, Gustavo Meléndez le puede mostrar todos estos sitios.



El Trágico Final del Burro de Oro


Durante la Guerra de Reforma

Tlaquepaque jugó un papel importante durante la guerra de reforma (1858- 1861) al defender el estado de derecho cuando Estados Unidos a través de Don Benito Juárez -fiel pupilo del padre de las logias masónicas en México y secretario de Guerra durante el despojo del norte de México-Joel Robert Poinsett, usurpan el presidente de México Félix María Zuloaga para instaurar un gobierno anti Católico y pro Estadounidense.

Cuando Juárez toma la Capital de Jalisco, el Ejercito Méxicano es instalado en las casonas Tlaquepaque, entre las que se encuentran la casa de José Francisco Velarde y de la Mora,  para lanzar el ataque sorpresa al palacio de Gobierno donde persiguen a Benito Juárez y lo acorralan al tratarse de ocultar en un rincón lo que era la carcel del edificio (El lector puede visitar el lugar preciso),  cuando el ejército está a punto de fusilarlo se interpone su secretario de finanzas Don Guillermo Prieto y pronuncia la famosa frase ¨¡ Alto, los valientes no asesinan !¨ salvandole la vida a Don Benito Juárez.

Después que la flota estadounidense destruye la flamante flota del gobierno mexicano en el puerto de Veracruz, interviene Francia a través de Maximiliano de Hasburgo a petición del gobierno atacado para contrarestar el poderío estadounidense. 

Al derrocamiento y muerte de Maximilano I en Junio de 1867, nuestro hombre se refugia por instinto de conservación en Zamora Michoacán.  Alli le traiciona un vulgar peluquero de apellido González, le aprehende el general Manuel Márquez y lo sentencia a muerte un mediocre prefecto llamado Aniceto Castellanos, con quien años antes había tenido Velarde un absurdo altercado, este resentido y demostrando su poca calidad humana agiliza el fusilamiento,  la mañana del 14 de junio de 1867, dolosamente, aún cuando ya había llegado un indulto firmado por el mismo Benito Juárez en virtud de los grandes beneficios que el Burro de Oro había venido aportando a toda la región.

Después se supo más que la verdad...  Velarde además de generoso con la Iglesia, las escuelas y los asilos, les realizó importantes sumas de dinero a un grupo de influyentes riquillos de ¨medio pelo¨ de Zamora y sin réditos, como ¨agradecimiento¨, estos para no pagar sus deudas (incluido el prefecto Castellanos) aprovechan la oportunidad, esconden el indulto y así nuestro héroe, muere fusilado vilmente y acusado de traición en la plazuela de la cal... no sin antes proferir sus últimas palabras... ¨Mienten, no soy ningún traidor... me matan por no pagarme...¨

A la muerte del gran Barón de Velarde la familia, hijos y mujeres incluidos fue despojada, ultrajada y hasta hecha prisionera, quedando en la ruina. Alcanzaron a poner a la venta la hacienda de Buenavista al gran caballero tapatío que fué Don Francisco Martínez Negrete y Roncal, mismo que habitó con su primera esposa Jesusita Serrano y a la muerte de ésta casóse con su cuñada Benilde del mismo apellido, pertenecientes a las mejores familias de Lagos, los que se dieron a la tarea de engrandecer lo que Velarde había comenzado, como amigos que fueron del Burro de Oro.

En lo que respecta a la suntuosa Quinta Velarde decorada también con bellos murales debidos al parecer a los artistas Fontana o Zapari venidos de la capital, ésta pasó a manos de Agustín Padilla.  De ésta señorial casa de campo no quedaron ni rastros.  Por su parte la casona de San Pedro Tlaquepaque la adquirió la familia de Manuel Fernández del Valle y el palacete de Guadalajara, pasó a felices manos de la gran dama que fué Dona María Camarena de Camarena a la que despojó vilmente un personaje llamado Heliodoro Ruvalcaba destruyéndole poco después a la señorial casona su planta original.
  
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